Capítulo 3: Unión de ley

Unión de ley

Tercer capítulo de mi novela:


3
El Primer Día

   Todos los agentes fueron convocados en una asamblea en la que el oficial Samuel les leería un documento redactado por el comisario, el cual exigía una mayor eficiencia a partir de ese momento, e informaba de que cada uno de ellos sería observado para comprobar quiénes eran los menos eficaces. El oficial mostró también un vídeo, las grabaciones de las cámaras de seguridad del hospital de Arturo, donde aparecía éste enfrentándose a los tres últimos albano-kosovares que detuvo la noche del ataque.
   El motivo de aquel vídeo era motivar al resto de agentes y, cuando terminó, los compañeros de Arturo le aplaudieron y vitorearon mientras él lo agradecía, algo ruborizado. Samuel no se mostró nada entusiasmado por aquel violento espectáculo.


   –¡Arturo! Ven un momento –nombró el oficial a su subalterno cuando terminó la asamblea, antes de que se fuera junto con el resto de agentes–. ¡Esther! Tú también. Acércate –llamó después a la mujer. Cuando estuvieron ambos frente a él, les dio indicaciones–. Vosotros dos iréis esta noche a una discoteca, donde vigilaréis la droga vestidos de incógnito.
   –Sí, señor –respondieron los dos policías.
   –Hasta entonces tenéis libertad para hacer lo que queráis.
   Esperando la llegada de la noche, Esther decidió ir a practicar su puntería a la sala de tiro, mientras Arturo se quedaba conversando con dos de sus nuevos compañeros. Al terminar la conversación, él se dijo que, aunque no le gustasen las armas de fuego, le vendría bien mejorar su puntería. Así que siguió a su compañera.
   Allí habían más agentes ocupando todos los lugares de tiro. Arturo vio a Esther, concentrada en la actividad, con el pelo recogido otra vez en una coleta y con las gafas de protección y los cascos insonoros. Se detuvo un momento para verla disparar. La mujer disparaba muy rápido, agresiva, lo que llamaba la atención de muchos de los presentes, que no podían evitar mirar hacia ella de vez en cuando. Su puntería era muy buena, rondando cada uno de sus disparos muy de cerca el punto central de la diana.
   “Creo que su puntería es mejor que la mía”, se dijo el vigilante con una sonrisa.
   Visto ya lo que quería ver, Arturo avanzó hasta uno de los sitios de tiro contiguos al de Esther cuando quedó libre, sin decirle nada a su compañera, pues, entre los disparos que sonaban por todo el lugar y los cascos insonoros no esperaba que ella le oyera. Tampoco quería acercarse y tocarla por si se sobresaltaba y disparaba a donde no debía. Se puso los cascos y las gafas, desenfundó su pistola, comprobó que estaba cargada y apuntó a la diana. Procuró que sus disparos fuesen lo más precisos posible.
   Tras comprobar lo mala que era su puntería comparado con la de Esther, le pareció ver por el rabillo del ojo que la agente terminaba de practicar y se disponía a salir de allí. Él siguió disparando tranquilamente hasta que notó una mano tocarle suavemente el brazo izquierdo, el brazo de la mano sobre la que apoyaba su arma para tener más estabilidad. Dejó de disparar y se dio la vuelta, confirmando que la propietaria de la mano que le interrumpió era su compañera. Ella le observaba con una sonrisa. Él enfundó su arma y se quitó los cascos y las gafas de seguridad.
   –Disparas muy bien, tío –comentó Esther cuando el guardia se desprendió del equipo de tiro.
   –¿Intentas tomarme el pelo? –preguntó él, sonriendo–. Mi puntería es lamentable. Tú disparas mejor.
   La mujer agudizó la sonrisa.
   –Voy a tomarme un café –informó después ella–. ¿Vienes o sigues practicando tu “lamentable” puntería, novato? –preguntó sarcástica.
   –Voy. Da igual –Arturo despreció la segunda opción.
   Acompañó a Esther hasta la máquina de café. Él no tomó nada, pero ella se tomó lo que había ido a buscar, mientras se acercaban un par de agentes más y se entretuvieron los cuatro conversando, gran parte del tiempo sobre Arturo y su actuación la noche en que los albano-kosovares atacaron su hospital. El nombre del vigilante parecía estar difundiéndose por todos los cuerpos de policía.
   “Parece que soy una maldita estrellita”, lamentó el guardia.
   Antes de su primera misión de aquella noche, Esther y Arturo volvieron a su piso. Siempre compartían un coche, utilizando unas veces el de él y otras el de ella para ahorrar gastos. En el apartamento cenaron y cambiaron el uniforme por ropa de calle para dirigirse a la discoteca.
   Lo único que Arturo modificó de su aspecto fue cambiar sus usuales camisetas por una camisa y las cómodas zapatillas por unos estrechos e incómodos zapatos, suponiendo que aquella ocasión lo requería, mientras que la mujer simplemente se soltó el pelo –siempre lo llevaría suelto cuando no iba de uniforme– y se vistió de forma bastante recatada, con una chupa de cuero por encima de una camiseta sin escote, una ajustada y corta falda vaquera en lugar de sus habituales y ceñidos pantalones, también vaqueros, y unas botas negras de tacón, en lugar de sus acostumbradas zapatillas.
   En el ruidoso local nocturno, la discoteca Cocó, vigilaban buscando algún posible tráfico de droga, tratando de pasar desapercibidos. Esther bailoteaba un poco al ritmo de la música. Arturo mantenía una actitud más seria y vigilante.
   Llegó un momento en el que la agente se acercó a su compañero repentinamente.
   –Cógeme –ordenó ella mientras cogía las manos de él y las situaba sobre su cintura. Después ella le rodeó a él con los brazos. Casi le tocó las nalgas con las manos, mientras sus cuerpos se unían. El sorprendido vigilante supuso, algo tenso, que su compañera solo pretendía disimular, aunque de forma algo exagerada, y se dejó llevar en el baile–. ¿Nos tomamos una copa? –preguntó la mujer tras haber estado vigilando por encima del hombro de su compañero mientras bailaban.
   –Estamos de servicio –recordó él, sorprendido una vez más, aunque sonriente, por la forma en que su compañera pasaba por alto las normas. En aquel momento no le disgustó del todo aquella rebeldía en ella.
   –¿Quién se va a enterar? –Esther le miró de forma inocente, intentando convencerle, pero él se limitó a mirarla de forma que dejaba clara su oposición a aquella idea. Mientras observaba aquellos grandes y oscuros ojos, Arturo pensó que quizá aquella mujer era consciente de su atractivo y lo utilizaba para manipular a los hombres, y que estaría acostumbrada a tener éxito siempre o la mayor parte de las veces–. Vale. Como quieras, aburrido –se rindió finalmente la agente, en tono reprobatorio pero bromeando.
   Mientras los policías camuflados seguían vigilando en la misma posición, alguien se acercó a ellos. Un hombre de pelo castaño corto, con bigote y barba corta y un extraño tatuaje en un brazo.
   –Esther. Hola. ¿Cómo estás? –saludó el sonriente individuo.
   La mujer miró al sujeto con sorpresa por un momento y después volvió la cabeza a un lado, con los ojos cerrados y una mueca de disgusto.
   –Joder... –fue lo que Arturo creyó oírle susurrar–. ¿Qué coño haces aquí, Gabriel? –indagó ella cuando volvió a mirar al tipo.
   –Pues nada, que he venido con unos colegas y te he visto –respondió el tal Gabriel alegremente, indiferente a la hostilidad de Esther–. ¿Sueles venir por aquí?
   –¿Qué te pasa? ¿Eres sordo o sólo estúpido? ¡Te dije que no quería volver a ver tu cara! –La agente empezaba a levantar la voz, irritada.
   –No seas así. ¿Por qué no nos tomamos algo y hablamos? Me dijeron tus compañeras de piso que te habías ido de allí. ¿Dónde vives ahora?
   –Nunca lo sabrás. Ahora estoy con éste, imbécil –anunció Esther mientras agarraba con más fuerza a su compañero–. Es policía también –En ese momento Arturo miró a Gabriel amenazadoramente, intentando que lo que decía la mujer pareciese cierto–. Además estamos trabajando.
   –A mí no me lo parece –replicó Gabriel, mirando a los agentes de arriba abajo.
   –¡Estamos de incógnito, estúpido ignorante enfermizo! Lárgate de aquí antes de que te ponga una orden de alejamiento sólo para tener una excusa para enjaularte si te vuelvo a ver. ¡Fuera!
   –Vale, vale –accedió el insistente sujeto por fin, y se fue por donde llegó.
   –¿Un ex novio? –preguntó Arturo cuando Gabriel estaba ya lo bastante lejos.
   –Sí –respondió la agente–. O un error. Es un asqueroso tarado acosador. Me estuvo persiguiendo y fue a la cárcel por golpear a un antiguo compañero mío cuando no quiso decirle donde estaba yo.
   –¿Un compañero policía? –quiso asegurarse el guardia, aunque suponía que ella se refería a eso.
   –Sí.
   –¿Debería preocuparme entonces? –El guardia no estaba demasiado preocupado.
   –Mejor que lo hagas.
   –¿Y esa ley de alejamiento? ¿No te preocupa que vuelva a seguirte?
   –Probablemente acabe poniéndosela. Seguramente debería hacerlo y cuanto antes.
   Volviendo al trabajo, Arturo se imaginó cómo sería una relación amorosa con aquella mujer por haberle dicho ella a Gabriel que estaban juntos. Creyó que habría algunos aspectos negativos en ese idilio, pero aun así no le disgustó demasiado.
   El vigilante llegó a ver a un individuo acercarse a la barra con algo blanco en las manos, que le hizo sospechar.
   –Creo que tenemos algo –le dijo a su compañera.
   Le indicó la ubicación del sospechoso, por lo que ella permaneció un instante observando al sujeto.
   Sin previo aviso y de forma enérgica, Esther besó a su compañero en los labios, sorprendiendo a éste una vez más. Arturo estuvo a punto de intentar desembarazarse instintivamente de su yugo. Pero mientras le besaba, notó que le empujaba lentamente hacia atrás, hacia la barra, por lo que cayó en la cuenta de que lo que la agente pretendía, aunque quizá dando más realismo del necesario, era acercarse disimuladamente al sospechoso. Dejó que ella tomara las riendas, aceptando tener que sa- borear su lengua. La forma tan realista y elaborada con la que le besaba, le hizo preguntarse si de verdad estaría observando de reojo al sujeto de las presuntas pastillas, como pareció estar haciendo, o si ponía toda su atención en el beso.
   Esther espió durante largo rato al sospechoso sin poner fin al beso. El tipo parecía estar negociando receloso con el camarero y le pareció que lo que el primero llevaba medio escondido en las manos eran unas pastillas blancas. De repente dejó de besar a Arturo y retrocedió, tirando de éste por las manos, para esperar a que el sospechoso se alejara de la barra e intervenir.
   –Cúbreme –ordenó mientras se encaminaba rauda al encuentro de su objetivo cuando éste se alejaba.
   Arturo la siguió, a paso más lento, dejando que se adelantase procurando no perderla de vista entre la multitud mientras miraba a su alrededor, atento a cualquier cosa o reacción extraña de cualquier persona que había por allí. Mientras su compañera se alejaba, vio cómo se levantaba un poco la parte trasera de su chupa y llevaba una mano hacia su espalda, donde tenía su arma. Él buscó su arma también, manteniéndola agarrada pero sin desenfundarla por el momento.
   Sin detener su tranquilo avance, vio que la agente daba alcance a su objetivo, y tiró de éste para obligarle a retroceder hacia la pared más cercana mientras le apuntaba con su pistola en el abdomen. Mantenía el arma fuera de la vista de cualquiera, y a sí misma muy cerca del tipo. Aunque dudó si debería acercarse a ayudar a su compañera o permanecer al margen vigilando, el guardia se detuvo para observar la actuación de la mujer, en tensión, listo para correr en su ayuda si algo parecía ir mal. Desde su ángulo, con el elevado volumen de la música y la distancia que le separaba de su compañera, no pudo ver ni oír lo que ésta decía. Únicamente podía ver que la expresión de ella no era precisamente afable. Leyendo los labios del individuo pudo apreciar que éste, asustado, decía algo como “Aquí, aquí. Las tengo aquí”. Después el sujeto introdujo lentamente una mano en su bolsillo, momento en el que el vigilante, empezando a transpirar por la tensión y el ambiente cargado del lugar, se preparó para desenfundar su pistola si aquel sacaba algún tipo de arma.
   Pero lo que sacó fue la bolsa llena de pastillas que había llevado entre las manos. Cuando las sacó, Arturo no pudo entender lo que el interrogado respondió entonces a lo que le preguntó Esther. Por la reacción de la agente, el sospechoso pudo haber dicho algo que la agente consideraba una mentira, pues ésta empezó a levantar la mano con la que sujetaba su arma hasta la cabeza de su víctima, para apuntarle bajo la mandíbula, dejando ahora el arma a la vista.
   Aquello aumentó la inquietud de Arturo, no por preocupación hacia lo que la agente pudiera hacerle al sospechoso, sino por la posibilidad de verse obligado a contar la agresiva actitud de su compañera en el informe, al informar de la posible detención que ella podría estar a punto de realizar. No quería que su compañera fuera expulsada o lo que fuese que decidiesen hacer con ella. Tenía la esperanza de que sus métodos fueran ahora aprobados por los superiores, pero seguía desconfiando. Volvió a mirar a su alrededor, preocupado además por que alguien viera el arma y se desatase el caos.
   Bajo la amenaza, el individuo dio otra respuesta, que al parecer convenció a Esther. Después de coger las pastillas y guardárselas, ella obligó al tipo a darse la vuelta y unir las manos a su espalda para esposarle.
   Al ver que aquello terminaba ya, Arturo decidió por fin acercarse por si el detenido, antes de ser esposado, decidía agredir a su captora o intentaba huir. Ya esposado el sospechoso, el vigilante lo sacó de la discoteca agarrándole firmemente por un brazo antes de que su compañera dijera nada.
   Llevaron al detenido a la comisaría, satisfechos por haber cogido a un criminal. Dejaron que otros agentes se ocupasen del sujeto y de la droga confiscada y se fueron a casa.
   Dando por finalizada su jornada, esperaron al día siguiente para dar su informe.
   –Me gusta cómo trabajas –comentó Arturo cuando se dirigía con su compañera a su vivienda–. Me ha gustado cómo te has ocupado de ese tío. Pero...
   –¿Aún crees que soy demasiado agresiva para los jefes? –le interrumpió la mujer sonriendo. Él asintió preocupado–. Eso es lo que el comisario quiere, ¿no? –volvió a hablar la mujer–. Mano dura con el crimen. Que yo sepa es la única forma de hacer eficiente una comisaría.
   –Sí. Si yo estoy contigo –afirmó Arturo–, pero temo que incluso el comisario acabe rectificando si le parece que somos demasiado duros, y que nos acaben despidiendo, o poniéndonos en una oficina, o lo que sea. Y que debamos ocultar cosas, en los informes, por ejemplo, para poder seguir actuando así.
   –Ya... –Esther reflexionó un instante–. Yo no voy a dar demasiados detalles, pero lo contaré más o menos como ha sido –anunció después, indiferente ante las consecuencias que aquello pudiera acarrearle–. Si lo descubren por otra fuente, pues perfecto. Y si a los jefes les gusta, aún mejor. Si no, pues ya veré lo que hacen conmigo y lo que haré yo. Sólo
espero que no me decepcionen ahora que he encontrado una comisaría donde mis métodos parecen gustar.
   –Yo estaba indeciso sobre si debería intentar ocultar tu forma de arrestar a ese hombre –se sinceró Arturo con una leve sonrisa. Le complacían los firmes ideales de su compañera–, pero si tú no vas a ocultar mucho, yo tampoco –añadió encogiéndose de hombros–. Podría ser absurdo y quedar yo como “el malo”.
   Esther sonrió, y agarró el rostro del vigilante por la mandíbula, en gesto cariñoso.
  –Te agradezco tu preocupación, amor –comentó–. Pero no quiero que intentes defenderme en esto.
   Arturo aceptó aquello, y no habló más del tema.

Primer capítulo aquí.
Segundo capítulo aquí.
Cuarto capítulo aquí.

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