Capítulo 2: LA DESHONRA DEL GUERRERO

La deshonra del guerrero

Capítulo 2 de mi segunda novela.


2

   –Mi nombre es Toshiro Karubo, como ya te habrá dicho mi hija –comentó el hombre.
   –Sí, lo sé –asintió Raiko.
   –¿A qué templo perteneces, Haku? –empezó a indagar el anfitrión, ya con la taza en la mano–. ¿De qué ciudad?
   –Al de Kamakura, señor.
   –Kamakura... ¿Y qué hacías en Kioto?
   –Fui con un grupo de monjes, para predicar esa... nuestra religión y esas cosas –Raiko no se había habituado a considerarse un monje budista. Su alma era la de un guerrero–. Hacemos viajes así.
   Toshiro tomó un pequeño trago de té, sin apartar la mirada de su invitado. Lograba transmitirle su calma.
   –¿Eres realmente un monje?
   –Sí –Aunque no se sentía enteramente un budista, el joven no creía tener motivos para negarlo, pues vivía como uno de ellos desde hacía ya cinco años.
   –¿De verdad te acercaste al palacio imperial por curiosidad? –El anfitrión parecía desconfiar, aunque nada en su actitud lo demostraba.
   –Sí. Sé que fue una insensatez, señor.
   –Como habrás intuido ya, estamos en guerra con la casa imperial –el monje casi preguntó por el motivo de aquello, pero recordó que ya lo conocía–. ¿Eres simpatizante de la emperatriz? Puedes ser sincero, monje. Los hombres santos no sois nuestros enemigos –explicó Toshiro al ver vacilar a su huésped–. No sufrirás daño alguno. Te doy mi palabra.
   –No, señor –aunque no supo en realidad qué respuesta le convenía, el príncipe exiliado pensó en mostrarse neutral. Sin embargo las palabras que salieron de su boca dieron una negativa, casi sin pensarlo, y después bebió el primer sorbo de té.
   Toshiro asintió, pensativo. Tsuki reapareció en ese momento, ahora con un kimono de color azul celeste y el pelo recogido con un kanzashi. Se sentó junto a su padre y el monje. Llevaba también su espada consigo en la mano. A Raiko le pareció más hermosa y femenina que cuando la había visto por primera vez, aunque ella seguía mirándole con hostilidad. Evitó mirarla demasiado fijamente.
   –Ésta es mi hija Tsuki –informó Toshiro–. Ya os conocéis –Raiko asintió mientras miraba a la chica tímidamente por un momento, antes de inclinar la cabeza hacia ella en una reverencia mientras ella hacía lo mismo–. Tienes valor, monje. Puede que un valor insensato, pero valor al fin y al cabo. ¿Te interesaría unirte a nosotros? Te enseñaríamos a luchar.
   Aunque en el fondo el antiguo príncipe quería aprender a luchar, se habría sentido como un traidor entrando en aquella guerra contra su hermana. Además aquella gente no tenía aspecto de samurái, por lo que podrían emplear métodos desconocidos para él, y que quizá no le gustasen.
   –Soy un monje, señor. No puedo luchar –dijo con una inclinación de cabeza, aunque algo inseguro.
Entonces Toshiro cogió rápidamente su espada. Raiko temió que fuera a atacarle y trató de retroceder. Pero en lugar de agredirle, su interlocutor le lanzó su espada, aún en su funda. Él la cogió habilidosamente con una mano y se mantuvo inmóvil, tenso, con la mirada clavada en su interlocutor. Vio que Tsuki cogía también su espada y mantenía una mano sobre la empuñadura, lista para desenfundar mientras su padre le miraba a él, sonriente.
   –Interesante –dijo en anfitrión–. Un monje hábil.
   –Antes de ser monje, me entrenaba para ser samurái, señor –el monje se vio obligado a revelar aquello, creyendo que ya no sería creíble que hubiera sido siempre un pacífico budista.
   Aquello despertó aún más el interés del señor Karubo, que volvió a asentir, ahora más ampliamente. La amenazadora mirada de su hija se volvió hacia su padre y después volvió de nuevo hacia Raiko.
   –Levantaos –ordenó mientras se ponía en pie. Tsuki y Raiko le siguieron–. ¿Te importaría olvidar tu religión por un momento y enseñarme lo que sabes hacer, joven monje?
   –Lo haré, señor –accedió el aludido, aunque a desgana.
   –Tú conoces los métodos de los samurái. Pero nosotros somos ninjas.
   –¿Ninjas? –preguntó Raiko, intrigado. Desconocía aquel término.
   –Una clase de guerrero muy contraria a los samurái. Puede sonar mal, pero un ninja es básicamente un asesino, adiestrado para entrar en un lugar, eliminar a su objetivo y salir sin ser visto. También ofrecemos nuestros servicios a terceros, por un precio.
   –Un asesino...
   –Puede que no te guste nuestra forma de matar, si te soy sincero. Puede no ser tan honorable como la de los samurái. Sin embargo puede evitar más muertes de las necesarias al evitar enfrentarse a otros hombres hasta llegar a su objetivo. Un ninja domina más estilos de lucha y armas que los samurái. Ahora mi hija te probará en combate. Puedes usar mi espada.
   La hija de Toshiro desenfundó su arma mientras su padre retrocedía para dejar espacio a los combatientes. Arrojó la funda a un lado y adoptó una posición de combate. Raiko hizo lo mismo. Entonces ella atacó con fiereza, con un grito. Él detuvo el golpe con el arma de Karubo, e hizo lo mismo con los siguientes. Tsuki Karubo era una diestra espadachina, sus
movimientos eran rápidos y certeros. El monje luchó a la defensiva, sin atreverse a atacar por no arriesgarse a herir o humillar a su rival si lograba vencerla. Pero la mujer empezó a atacar de forma aún más agresiva, hasta que lo derribó con una de sus piernas, con otro grito. Le hizo caer de espaldas, para después sentarse sobre su abdomen, inmovilizándole
los brazos con las piernas mientras situaba la punta de su espada sobre
la garganta de él.
   Esa posición, sumada a la fuerte respiración de ella, aceleró el pulso de Raiko aún más. Inconscientemente puso una mano sobre el muslo de ella por un instante antes de apartarla rápidamente en cuanto se dio cuenta. La miró a los ojos, temeroso.
   “Parece que me odie” se dijo, preguntándose qué podría haber hecho para ganarse el odio de esa chica, que en ese momento parecía enfurecida, dispuesta a matarle.
   –Es suficiente, hija –intervino Toshiro, con una sonrisa satisfecha.
   Tsuki se levantó y le tendió una mano al vencido para ayudarle a levantarse. Los combatientes se dedicaron una reverencia mutuamente en señal de respeto–. Te falta práctica, chico –dijo el anfitrión mientras su hija se situaba a su lado, con la espada de nuevo en su funda–. Pero hay un guerrero en ti. ¿Por qué decidiste unirte a los monjes?
   –En realidad no fue decisión mía, señor –se limitó a responder Raiko.
   –¿Por qué?
   –Preferiría no hablar de ello –el monje se mostró incómodo con aquel tema. Suplicó mentalmente que su interlocutor no insistiera.
   –Entiendo... ¿Dónde vivías antes de ser monje?
   –En Kioto.
   –¿Tienes algún familiar allí aún?
   –No –mintió el joven.
   Toshiro volvió a asentir.
   –¿No querrías unirte a nosotros? ¿Ser un guerrero? Has dicho que querías serlo antes de ser monje. Y estoy seguro de que aún es lo que deseas. Dudo que un templo sea tu sitio.
   –Lo quise, señor, pero en realidad nunca esperé luchar en una guerra.
   “Y menos contra mi propia familia”, caviló el chico.
   –Ninguno lo esperamos, muchacho. Sin embargo, un guerrero se prepara para ella. En fin, es tu decisión y la respeto. ¿Puedo confiar en que no le darás la ubicación de mi casa a nadie, monje?
   –Nadie se enterará por mí, señor –Raiko pensó en que esa gente sabía ya dónde encontrarle si les traicionaba–. Lo juro.
   –Te lo agradezco. Es tarde. Tendrás que pasar aquí la noche. Mi hija te acompañará mañana de vuelta a Kioto. Desde allí tendrás que volver a Kamakura por tu cuenta –entonces Toshiro se dirigió a su hija–. Tsuki, enséñale su dormitorio a nuestro invitado –luego se dirigió de nuevo a Raiko–. Que pases una buena noche, Haku –dijo mientras hacía una reverencia.
   El antiguo príncipe se despidió de su anfitrión del mismo modo y siguió a la chica hasta un dormitorio. Se fijó que el caminar de ésta no era tan refinado como el de las mujeres que había visto hasta entonces. Sus pasos eran más amplios y sigilosos.
   –Aquí es, monje –anunció ella cuando llegaron al lugar. Abrió la puerta y le cedió el paso–. Buenas noches.
   Cuando Raiko entró en la estancia, ella cerró la puerta y se fue, aunque él no oyó sus pasos alejarse. Se acostó sobre el futón, donde pasó largo rato reflexionando.
   “¿Y si me uno a ellos?” se preguntó. Sabía que Toshiro tenía razón. Él era un guerrero. Su anfitrión le había convencido totalmente de ello al pedirle luchar contra su hija, y además, pasar el resto de su vida entre monjes no le parecía nada alentador. Necesitaba sostener una espada entre sus manos, aunque fuera una de aquellas espadas de hoja recta en lugar de la katana samurái a la que se había acostumbrado. Los guerreros eran su gente, no los monjes. Quizá podría llegar a considerar a los Karubo y sus guerreros su nueva familia adoptiva, pero seguía sin gustarle lo más mínimo la perspectiva de combatir a su propia hermana y arrebatarle el lugar que ahora le correspondía a ella por derecho. Podía ser posible además que alguno de aquellos guerreros la matase, o incluso que le obligaran a él mismo a hacerlo, a arrebatarle la vida a alguien de su propia sangre. Consideró también la posibilidad de revelar su auténtica identidad, pero siguió sin parecerle buena idea. Tal vez hubieran intentado utilizarle para chantajear a Oyuki. Reflexionó sobre lo “sucia” que podría ser la forma de matar de aquellos guerreros que Toshiro llamó ninjas, una manera rastrera y sin honor que a él no acababa de convencerle, como matar a alguien mientras duerme, por ejemplo.
   Intentó dormir, lleno de dudas, con la esperanza de tener al día siguiente las ideas más claras.
   –¡Arriba, monje! Nos vamos –Tsuki le despertó a la mañana siguiente, abriendo la puerta de la estancia con brusquedad. En aquella ocasión llevaba un kimono blanco–. Mi padre te espera abajo –anunció después, y cerró de nuevo la puerta.
   Cuando el monje salió del dormitorio, la hija de Karubo le esperaba apoyada sobre la pared con los brazos cruzados. Mantenía una expresión hostil.
   –Sígueme –ordenó entonces ella, poniéndose en marcha y obligando al chico a adaptarse a su acelerado paso.
   Toshiro les esperaba en el mismo lugar en el que los dos jóvenes combatieron, sentado ya frente a un suculento desayuno de arroz y sopa de miso.
   –Buenos días, Haku –saludó el anfitrión, que volvía a mantener su espada a su lado, al igual que su hija–. ¿Sigues decidido a volver con tus monjes?
   –Sí, señor –respondió el aludido.
   “¿O no?” pensó después.
   –Lástima. Tenía la esperanza de que cambiases de opinión durante la noche. Sigo creyendo que tu sitio no está en un templo. Pero eso es cosa tuya. Si acabas cambiando de opinión, serás bienvenido.
   Toshiro consumía su desayuno con gran calma, mientras que su hija lo hacía mucho más rápido. Nervioso, el príncipe exiliado no pudo evitar consumirlo también bastante rápido, aunque intentó hacerlo con más tranquilidad. Quería saber qué harían con Oyuki si llegaban a cogerla, pero decidió guardar silencio.
   Cuando terminaron, Tsuki y Raiko iniciaron la marcha hacia Kioto, a paso raudo, en silencio. Él quería preguntarle algo a aquella seria guerrera, más que nada por evitar el incómodo silencio, pero no se atrevió a pronunciar palabra. Ni siquiera encontró qué decir.
   Fue ella quien acabó rompiendo el mutismo por el camino.
   –¿Entonces estás convencido de que quieres seguir siendo un monje? –preguntó sin mirar a su interlocutor, indiferente su tono.
   Aquello sorprendió a Raiko.
   “¿Querrá que me una a ellos? –se preguntó–. Puede que solo le interese que se una un guerrero más a su causa”.
   –Sí, lo estoy –respondió Raiko.
   –¿Seguro que es lo que quieres?
   –No –admitió él tras dudar un instante.
   La expresión de la chica varió ligeramente.
   “¿Está sonriendo?”. Raiko volvió a sorprenderse, mirándola de reojo.
   Al llegar a cierta distancia de la ciudad, Tsuki se detuvo.
   –Aquí nos separamos. Adiós, monje –dijo la chica. Y sin más dilación, se dio la vuelta e inició el camino de vuelta al bosque.
   Raiko permaneció allí, indeciso. Su mirada oscilando de la ciudad a Tsuki y de Tsuki a la ciudad. Maldijo su indecisión y volvió a reflexionar sobre qué hacer hasta bastante después de perder de vista a la chica.
   Finalmente se decidió. Sentía que debía unirse a Karubo y sus guerreros a pesar de las consecuencias que eso pudiera traerle. Decidió pasar por alto muchos aspectos del budismo que había aprendido, e incluso aceptó tener que emplear métodos sucios. Aquella podía ser la oportunidad que había esperado durante tantos años para volver a hacer lo que quería en realidad. Recordó a su medio hermana, pero se mantuvo firme en su determinación. Aunque en parte le apenaba despedirse de los monjes con los que convivió durante cinco largos años de su vida, decidió en primer lugar volver a Kamakura para despedirse de ellos y de paso asegurarse de eliminar cualquier preocupación que pudieran tener por él, ya que desapareció sin avisar la noche anterior. Evitó contar que se iba para ser un guerrero, ya que aquello no les habría gustado a los budistas.
   De quienes se despidió más calurosamente fue de su amigo Shin y del anciano Yamato, y éstos le dieron sus bendiciones para su nuevo camino. Él se desprendió de la túnica de monje y se vistió de manera más normal antes de volver en busca de los Karubo.
   Caminando por el bosque, elucubraba sobre lo que haría si se encontraba con Oyuki durante un asalto al palacio o en cualquier otra circunstancia, hasta que algo le devolvió a la realidad: una flecha se clavó en el suelo a menos de un metro frente a él, por lo que se detuvo y buscó al arquero, maldiciendo no tener un arma. Entonces vio salir de entre los árboles a cuatro de aquellos guerreros de negro, con sus caras cubiertas y sus espadas desenvainadas.
   –¿Otra vez aquí, monje? –preguntó uno de los ninjas.
   –He decidido unirme a vosotros –informó el aludido.
   –¿Por qué? ¿Pretendes ser un espía de la emperatriz?
   –No. Sólo me he convencido de que la vida religiosa no es lo mío.
   –Entonces síguenos. Pero te lo advierto: te vigilaremos. Si intentas cualquier cosa extraña, morirás.
   Guiaron al antiguo monje hasta la residencia de los Karubo. Allí les recibió Tsuki, de nuevo con su uniforme guerrero y su espada colgada a la espalda pero con el rostro descubierto, y sonrió con algo de picardía al ver a Raiko.
   –Sabía que volverías, monje –comentó la chica–. Te estaba esperando. Ven conmigo –Raiko la siguió, hasta una estancia en la que había estanterías con distintas armas y uniformes ninja. Cogió varios uniformes y los confrontó con el joven hasta que dio con el adecuado para él–. Ponte esto –dijo mientras le tendía la prenda–. Y coge una espada. Te espero fuera –informó mientras se dirigía al exterior de aquel cuarto.
   –¿Vamos de misión o algo así? –preguntó Raiko, temeroso por aquella posibilidad, pues había pensado que antes le entrenarían al menos con la espada y quizá el arco, sin tener en cuenta el resto de armas que vio en aquella estancia.
   Tsuki se volvió, sonriendo de nuevo, divertida.
   –No, monje –su voz sonó algo burlona–. Vas a empezar tu adiestramiento.
   Cerró la puerta tras de sí y se alejó. Raiko se puso aquel extraño uniforme, cogió una de aquellas espadas de hoja recta llamadas ninjatō y se la colgó a la espalda.
   Antes de salir de allí, se detuvo un momento para examinar el resto de las armas. Había shuriken, explosivos, bōs, bō-shuriken, cerbatanas, shuko, granadas de magnesio, bombas de humo, cegadores, tetsubishi, kamas, nunchakus, arcos y sais, además de cuerdas con picos de metal utilizadas para escalar y frascos con venenos. Sostuvo un ejemplar de cada una de las armas entre sus manos para examinarla mientras se preguntaba curioso cómo se emplearían.
   “Puede que me enseñen a manejarlas todas”, pensó con entusiasmo.
   Tsuki le esperaba frente a la puerta de salida.
   –Vamos –ordenó ella, y se puso en marcha en dirección al bosque, obligando a Raiko a seguirla a paso raudo.
   –¿No está tu padre? –preguntó él al llegar junto a ella, ya que no había visto a Toshiro.
   –No. Volverá más tarde –se limitó a responder la chica, sin mirar a su interlocutor.
   –He visto ahí muchas armas que no había visto antes. ¿Vosotros sabéis utilizarlas todas?
   –Pocos saben manejarlas todas. Aprenderás a manejar al menos algunas de ellas como la cerbatana, el arco y los venenos, además de la espada. Aprender a manejar las demás es elección tuya. Pero eso te llevaría más tiempo de entrenamiento.
   A Raiko le entusiasmó la idea de aprender a manejar todas las armas, aunque más tarde dedujo que algunas de ellas, tal vez la mayoría, no le serían necesarias o le parecían poco prácticas, por lo que resolvió centrar su adiestramiento en la espada, la cerbatana, los arcos y los venenos. Las bombas de humo, los cegadores, los tetsubishi y las cuerdas también le interesaban, pero no requerían gran adiestramiento para utilizarlas apropiadamente.
   –¿Adónde vamos?
   –A nuestra área de entrenamiento.
   El área de entrenamiento consistía en una amplia zona entre los arces de hoja roja en la que había algunas dianas para practicar con los arcos, las cerbatanas u otras armas arrojadizas, y donde los ninjas entrenaban también luchando entre sí con distintas armas cuerpo a cuerpo.
   –¡Takumi! –Tsuki llamó a un hombre joven, fornido y más alto que ellos, con el pelo hasta la altura de los hombros, que en ese momento luchaba con otro hombre–. Éste es Haku, un nuevo recluta. Adiéstrale.
   Ambos varones se saludaron con una reverencia y Takumi empezó a enseñarle al antiguo monje el manejo de la espada en una lección tanto teórica como práctica. Sus métodos eran duros. Apenas permitía respirar al nuevo guerrero entre un ejercicio y otro. Después pasaron a practicar unos ejercicios de estiramiento, que a Raiko le resultaron muy dolorosos durante los primeros días.
   Mientras entrenaba, vio que Tsuki se apoyaba contra el tronco de un árbol cercano, con los brazos cruzados, para observarle. Su expresión era ahora menos seria. Casi sonreía. Raiko acabó el entrenamiento del día agotado y dolorido, sin ganas para nada más que arrojarse sobre un buen lecho.
   “Que me dejen morir en paz”, suplicó con humor.
   –¿Estás bien, monje? –preguntó Tsuki, sonriendo con malicia al ver el mal estado del aludido.
   –Nunca he estado mejor –bromeó él, mientras caminaba arrastrando los pies con una expresión de dolor–. ¿Tú también acabaste así el primer día? –preguntó, queriendo asegurarse de que no era el único desgraciado que acabó así.
   –Todos acabamos así –reconoció la mujer–. Es un entrenamiento intenso y constante. Procura descansar bien esta noche, porque mañana volverás a entrenar. No importa lo que te duela o cuánto te duela –aquello parecía divertirle–. Pero lo has hecho bien. Mi padre estará orgulloso.
   –¿Y tú? –Raiko hizo la pregunta sin pensar, y temió estar siendo demasiado confiado, pero le interesaba saber si ella se sentía satisfecha.
   Tsuki le miró ceñuda por un momento.
   –Lo que yo piense no te incumbe, monje.
   –Así que has vuelto –dijo Toshiro, satisfecho, en cuanto vio a Raiko entrar en la casa–. Sabíamos que lo harías.
   El antiguo monje cenó con padre e hija, sentándose con dificultad por sus agujetas. Hablaron sobre su entrenamiento mientras consumían un plato de soba, que consistía en finos tallarines de alforfón en caldo caliente. Toshiro contó que los métodos de los ninja nacieron entre las familias plebeyas y que, a pesar de permanecer él a una familia noble, adoptó esos métodos para adiestrar a sus guerreros, pues eran efectivos en tácticas de guerrilla, ya que, a diferencia de la familia imperial, carecía de un ejército. Empezó a reunir guerreros adoptando a los jóvenes que encontraba perdidos, aquellos cuyos padres habían sido víctimas de la guerra, o delinquían para sobrevivir. Más tarde, otros que se oponían a la casa imperial se unieron a él por su propia iniciativa, estuvieran perdidos o no.
   Cuando se iban a dormir, Tsuki le acompañó hasta el dormitorio en el que durmió anteriormente. Dejó la espada –de la que ya no se separaba– en un rincón, se cambió de ropa, se dejó caer sobre el futón de espaldas y se abandonó al sueño, intentando olvidar el dolor de sus extremidades.
   Pero algo le sacó de su letargo. Alguien entró en el cuarto a oscuras a mitad de la noche, abriendo la puerta despacio y cerrándola de nuevo tras ella. Se desplazó hasta él con pasos sigilosos, como si no quisiera despertar a nadie o ser descubierto. Llevaba un kimono blanco, lo que casi le hacía parecer un fantasma en la oscuridad.
   –¿Tsuki? –preguntó Raiko, adormilado.
   –Sí, soy yo –asintió la chica en un susurro–. Baja la voz.
   –¿Qué haces aquí?
   –Vengo a aliviar tu dolor.
   Tsuki le pidió que se desnudara de cintura para arriba y que se diera la vuelta, acostándose boca abajo. Entonces se sentó sobre él y empezó a masajearle los hombros y la espalda. Raiko se dejó hacer, aunque en tensión. Le inspiraba respeto estar en aquella situación con la hija del que ahora era su líder, pero más todavía la posibilidad de que alguien les descubriera. Sabía que había centinelas en el exterior de la casa, por lo que también podría haberlos dentro, y eso aceleró su pulso enormemente. Esperó al menos que ella no hiciera algún sonido que les delatara, igual que él procuró no moverse siquiera por el mismo motivo. Sufrió en silencio por la fuerte presión que los dedos femeninos ejercían sobre su espalda.
   Al final no pudo evitar romper el silencio.
   –¿Sabe tu padre algo de esto? –susurró, aunque suponía que la respuesta sería negativa.
   –No –respondió la guerrera con indiferencia.
   –¿Qué haría si se enterara?
   –Quizá querría hablar contigo en privado. O con nosotros dos a la vez. Mi padre es protector pero amable. No nos obligaría a dejar lo que hubiera entre nosotros. Nos preguntará si nos queremos y tonterías así. Pero no te equivoques, monje. Entre nosotros no hay nada –aunque no podía verle la cara, Raiko supo que Tsuki sonreía burlona–. No estoy aquí porque me gustes o porque me preocupe por ti. Solo quiero evitar que mañana te rindas por el dolor como una niña y pierdas un día de entrenamiento. Estamos en guerra. Ahora eres de los nuestros y cumplirás como el resto de nosotros. Si nos defraudas, te daré una paliza y te devolveré a tu templo de una patada. Puede que hasta te corte la lengua para evitar que nos delates.
   El nuevo ninja juró que no defraudaría a Toshiro, pero sobre todo a su hija, de quien, sin saber si era por que ella era quien verificaba su entrenamiento, porque era familia de Toshiro, por su carácter, o por alguna otra razón, sentía que era a la primera a quien debía satisfacer.
   –Ya no soy un monje –informó.
   –Para mí siempre serás el monje. Y un monje idiota además. Acercarte al palacio imperial por curiosidad y en plena guerra...
   “¿No va a olvidar eso?” se preguntó el antiguo monje, molesto. Y lo peor era que el motivo por el que ella creía que se acercó al palacio ni siquiera era cierto.
   Cuando acabó con la espalda, Tsuki se desplazó y pasó a masajearle las piernas a Raiko.
   –¿Me odiabas? –el chico recordó la hostilidad con la que ella le miró durante sus primeros encuentros.
   –¿Odiarte?
   –Esa forma de mirarme al principio...
   Tsuki sonrió de nuevo.
   –No, monje, no es por odio. Soy así con mis enemigos o con aquellos en quienes no confío. No puedo evitarlo. Por eso a veces la gente me tiene miedo. Como habrás comprobado, soy algo más suave cuando conozco mejor a la gente. Pero ten cuidado: cualquier tontería puede hacer que deje de confiar en ti. En cuyo caso, no volverás a ver amabilidad en mí.
   Al terminar el masaje, la chica se despidió y salió de nuevo del dormitorio, con el mismo sigilo con el que había llegado.
   Los días siguientes, Tsuki observaba también a Raiko de tanto en tanto durante su entrenamiento mientras ella entrenaba con otros guerreros. Uno de esos días, cuando luchaba con la espada intentando olvidar las agujetas que todavía le torturaban, el antiguo monje se distrajo mirando a la hija de Toshiro, fascinado por sus movimientos y habilidad. Recordó el momento en el que luchó con ella mientras contemplaba sus rasgos. El carácter agresivo de ella empezaba a cautivarle. ¿O sólo era que le gustaba ser tratado con violencia?
   Al bajar la guardia, Takumi le hizo por accidente un pequeño corte en un antebrazo con su espada.
   –No te distraigas, Haku –le reprendió el entrenador, que sonreía divertido–. Entrenamos con armas reales y afiladas.
   Raiko aprendió la lección, aunque temió que Tsuki consiguiera volver a distraerle en cualquier momento.
   Conforme pasaban los días, el antiguo monje iba ganando destreza con las armas, al igual que terminaba las lecciones con menos dolor, hasta que un día no le dolía nada y se sentía mejor que nunca. Empezó a unirse a los guerreros que se iban de vez en cuando, armados, a subir una montaña hasta llegar al lugar al que iban siempre, junto a un río. Allí se sentaban en círculo mientras comían y hablaban de sus cosas, como de experiencias de su vida, de su pasado, e incluso de sus misiones, y también se daban un baño en el río. Cuando alguien le pidió a Raiko que contara algo, éste evitó hablar de su pasado diciendo que era muy doloroso para él y que quizá algún día contase algo. No podía contar la verdad, pero tampoco quería inventar más mentiras. Ya se sentía viviendo en una enorme mentira con las que había difundido. Se limitó a hablar de las misiones, tema en el que participó Tsuki. Ella habló más que Raiko, poniéndole en evidencia entre bromas al hablar de sus errores.
   Una noche en la que Tsuki salió a una misión con algunos guerreros más, Raiko entrenaba en su dormitorio con su nueva espada para pasar el rato y para no preocuparse demasiado por lo que pudiera pasarle a la guerrera. Llamó su atención una música producida por un shamisen, lo que le hizo recordar, con algo de nostalgia, a Oyuki y su vida como miembro de la familia imperial. Decidió ir a ver quién era el responsable de aquel sonido y lo siguió hasta encontrar al señor Karubo. Permaneció observando a aquel hombre por un momento antes de volver a su actividad, pero cuando iba a retirarse, Toshiro le vio.
   –Haku –llamó el líder de los ninjas–. ¿Te gusta la música?
   –Sí, señor.
   –¿Sabes tocar algún instrumento?
   –No.
   –¿Y no te gustaría? A mí me relaja mucho –Raiko vaciló–. Acércate, muchacho. Te enseñaré. Puede que le cojas el gusto.
   El antiguo monje se sentó frente a Toshiro. Éste tocó algunas notas para mostrarle el movimiento de los dedos sobre las cuerdas y después le pasó el instrumento. A Raiko no le pareció algo demasiado complicado. Aunque reconoció al final de la lección que podía ser algo relajante, no despertó demasiado su interés.
   –Tsuki me ha dicho que mejoras en el manejo de la espada y el arco cada día –comentó el señor Karubo–. Está satisfecha. Y yo también.
   Aquello alegró al joven, que pensó que quizá nunca habría oído aquello de boca de la chica. Toshiro le habló sobre el resto de las armas y su manejo.
   Llegó la hora de la cena. Ahí Raiko le preguntó a Toshiro por su opinión sobre la emperatriz, revelándole aquel que, aunque no la conocía personalmente, se oponía firmemente a su mandato por considerarla demasiado dura y cruel con su pueblo. El nuevo guerrero ninja quiso saber también si él mismo entrenó a su hija en la lucha, y que si le preocupaba lo que pudiera pasarle a ella durante una misión.
   –Claro que me preocupa –respondió el anfitrión con tranquilidad–. Pero ella es una luchadora. ¿Qué iba a hacer? ¿Obligarla a permanecer aquí encerrada como una prisionera? Es mi hija, no puedo hacerle algo así. Tiene derecho a hacer lo que quiera, aunque no me guste. Además... ella es una chica de carácter fuerte, quizá más fuerte incluso del que tuvo su difunta madre. No me lo habría permitido. Podría haber pasado el resto de su vida odiándome. Está muy decidida a luchar en esta guerra. Discutimos por nuestras distintas opiniones y a veces preferiría que fuera una chica dulce y sencilla como muchas otras son. Pero estoy orgulloso de cómo es.
   –¿Qué opina Tsuki de la emperatriz? –otra pregunta de Raiko–. ¿Le interesa que usted ocupe el mando del imperio o sólo se opone a ella.
   –Tsuki solo quiere que gobierne alguien amable y generoso, como me considera a mí. Pero creo que no es la ambición por el poder lo que la mueve.
   Raiko cenó con la única compañía de Toshiro, por lo que acabó preguntándole al líder cuánto tardaría su hija en volver. No preguntó por la misión de ella. El hombre respondió que su hija podría no volver hasta el día siguiente. Más tarde empezó a contar cosas sobre su hija, por lo que Raiko descubrió cosas como que Tsuki era bastante inquieta, una chica llena de vitalidad, muy contraria a su progenitor, pero que sin embargo le gustaba darse un baño al anochecer en el arroyo que había no muy lejos del área de entrenamiento y disfrutar de la tranquilidad que aquello le proporcionaba.

Capítulo 1 aquí.
Capítulo 3 aquí.
Capítulo 4 aquí.
Capítulo 5 aquí.
Capítulo 6 aquí.
Capítulo 7 aquí.
Capítulo 8 aquí.

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