Capítulo 2: MANZANA DE HIERRO

Manzana de hierro

Segundo capítulo de mi novela.


2
Advertencias

   En mi huida, viajé lo antes posible hasta Atenas, donde esperaba poder encontrar respuestas, así como ganar tiempo. Antes de dejar Lárisa, encendí mi teléfono móvil un momento. Esperaba tener alguna llamada o mensaje de Leah, y así era. Había una llamada perdida y un mensaje que decía:
Argus, la policía te está buscando. No me han contado el motivo. ¿Dónde estás? Por favor, vuelve a casa. Tengo miedo por ti. Llámame.
   “El motivo es que quieren asesinarme”, supuse.
   ¿Y Leah? ¿Querría que me cogiera la policía, supiera o no lo que pretendían?
   En la capital helena, visité una biblioteca, donde pasé días revisando gruesos tomos de historia durante horas, buscando alguna época del país en la que alguien pudiese estar interesado. No imaginaba por qué alguien querría volver a un tiempo ya olvidado, pero estaba convencido de que esa era, fuera cual fuera, no tendría menos de cinco o seis siglos
de antigüedad.


   Leía cada detalle de cada época hasta que mis ojos suplicaban descanso. A medida que me documentaba, descubría momentos en los que me hubiera gustado vivir, ver con mis propios ojos, como en esos en los que la hermosa arquitectura antigua adornaba las calles de las urbes y donde las grandes obras, como los templos, estaban en su máximo esplendor, mientras que en el presente no había más que horrendas construcciones de hormigón rodeadas de desagradables ruidos, población excesiva, sucio asfalto y venenosa polución de mierda. Cosas como estas me hacían a mí mismo suspirar por una época pasada. Creí empezar a entender por qué aquellos que me perseguían podía pretender volver al pasado, si es que sus motivos eran los mismos que los míos. Aunque intentaba negarlo, como si entender a mis enemigos fuese a convertirme en uno de ellos. Supuse que
lo más probable era que buscasen el regreso de una época de prosperidad. ¿O tal vez de guerra o conquista? Leí sobre cada acontecimiento que hubiera quedado en los archivos, sobre cada edificación importante, sobre cada obra de arte, sobre cada costumbre, sobre cada conflicto, sobre cada hombre o mujer destacados... Como yo parecía ser un obstáculo para alguien, leí incluso sobre personalidades cuya pericia con las armas o en la guerra hubiera sido legendaria, personajes como Aquiles o Alejandro Magno. Lo consideraba absurdo, pero intentaba encontrar alguna relación que yo pudiese tener con alguno de ellos. ¿Por qué no? Lo que me estaba pasando era de locos. Una verdadera locura.
   Pasaba el tiempo inmerso en los textos, sin encontrar una sola respuesta lógica. Todo lo que conseguí era que mi cerebro se convirtiese en un criadero de preguntas, preguntas y más preguntas sin respuesta, hasta que uno de esos días apareció la policía. Entonces la vi. La mujer a la que creí reconocer como la misteriosa arquera que me agredió en mi casa. La acompañaban varios agentes más. No la había visto con claridad la primera vez, pero estaba casi seguro de que era ella. Era esbelta, con una larga cabellera azabache recogida en una coleta y una mirada sutilmente hostil, vigilante. Me la imaginé con un arco en una mano y una espada en la otra. Sus duros rasgos me parecieron bastante atractivos... a su manera.
   Probablemente me buscaban a mí. Me habría gustado poder hablar con la supuesta agente, pero debía huir otra vez. Pensé que, si sus ojos esmeralda se posaban en mi persona, estaría condenado irremediablemente, como si la mismísima muerte acechara tras ellos. Con mucho cuidado, conseguí eludir las miradas de la policía y salir del edificio sin contratiempos. Lamenté no poder volver a la biblioteca, pero busqué otro método mediante el que informarme. Si ya no podía hacerlo a través de los libros, recurriría las personas, aunque pudiese ser menos discreto. Visité la Universidad de Atenas y encontré a un erudito de historia y mitología de Grecia llamado Attis Dalaras, un hombre cercano a los setenta años, ligeramente encorvado, medio calvo, de cabello y barba plateados, que apoyaba sus gafas de lentes circulares casi en la punta de la nariz. Intentando no mostrarme demasiado impaciente, le pregunté si podríamos concertar una cita lo antes posible. El hombre accedió
con amabilidad, aunque sorprendido. Nunca le había pedido nadie algo así. Al menos alguien ajeno al campus. Se mostró satisfecho por mi interés y fijamos la cita para el día siguiente.
   Mientras esperaba para reunirme con el erudito, me sentí obligado a llamar a Leah desde un teléfono público, para decirle al menos que estaba bien y para comprobar que no le había pasado nada. Ni siquiera le dije dónde me encontraba.
   –Argus, vuelve a casa, por favor –insistió–. ¿En qué estás metido? Te recuerdo que tengo a tu hijo en mi vientre. Te necesito aquí.
   “Ya me gustaría a mí saber en qué mierda estoy metido”.
   Estaba cerca de llorar desconsolada. Casi me hizo acompañarla en la tristeza. Quería estrecharla entre mis brazos, estar con ella durante el inminente parto. Casi dejó de importarme que mis enemigos me cogieran. ¿Por qué me estaba pasando todo aquello? Sólo quería seguir con mi tranquila vida. Volví a decirle a mi esposa que volvería, que no se preocupase por mí, me despedí y tuve que colgar la llamada, interrumpiendo sus incesantes súplicas.
   –Buenos días, Argus –saludó Attis cuando al fin me reuní con él en un despacho de la universidad, un lugar lleno de libros y papeles, con un ligero aroma a café y al que la luz solar iluminaba muy bien–. ¿Puedo ofrecerle un café?
   –No, gracias –respondí.
   –¿Le interesa la historia?
   –Empieza a interesarme –afirmé, aunque sólo por mi situación.
   Creí que una respuesta afirmativa satisfaría a aquel hombre.
   –Bien, pues... ¿qué es lo que le inquieta?
   –El pasado. Me gustaría que me hablara de alguna época antigua de este país, si es tan amable.
   –Mmm... ¿Alguna en particular?
   –Alguna en la que usted crea que alguien de hoy pudiese estar interesado en recuperar. Tal vez una de prosperidad... o de guerra.
   –¿De guerra? –Attis empezó a toser con fuerza. Con prisa, hizo uso de su inhalador y volvió a la normalidad–. Vaya... ¿Cree que alguien podría querer una época de guerra?
   –¿Quién sabe? Con las opiniones tan opuestas que puede haber hoy en día... Quizá a alguien le hubiera gustado conocer a los héroes legendarios, si es que existió de verdad alguno de ellos. Me interesarían especialmente aquellas épocas en las que se combatía con espada y arco.
   Mi interlocutor elucubró un momento mientras tomaba un trago de café.
   –¿Le importa que hablemos dando un paseo? –preguntó–. Me vendría bien estirar las piernas.
   –No hay problema.
   Habría preferido seguir a salvo de miradas ajenas, pero accedí a los deseos del anciano. Caminando a la luz del sol, Attis empezó a relatar, encorvado y con las manos a la espalda, mientras que yo mantenía mis manos en los bolsillos y observaba constantemente a mi alrededor. Sentía que alguien me observaba en todo momento. Empecé a ver miradas sospechosas donde no las había. El erudito parecía disfrutar contando historias o siendo escuchado. Únicamente parecía consciente de mi presencia cuando me hacía alguna pregunta o cuando se la hacía yo. Me contó muchas cosas que yo mismo había leído, pero también algunas otras que ignoraba, mostrándose especialmente exultante con todo lo relacionado con la mitología.
   “Venga, abuelo, cuéntame algo útil”, supliqué.
   –¿Podría decirme algo sobre alguien que llevase un arco, armadura y una especie de velo en la cabeza? –le pregunté cuando terminó de contarme lo más relevante de cada época, de lo que no deduje nada en claro.
   Tuve la esperanza de que, por su aspecto, aquella arquera imitaba a alguien, a alguien cuyo reconocimiento pudiese servirme de algo.
   –¿Con arco, armadura y velo? –Se extrañó.
   –Quizá más concretamente mujeres. O una sola mujer. Eran un arco y una armadura como las que se llevaban hace siglos.
   –Qué pregunta tan curiosa. Mujeres con arco y... De no ser por el arco y la armadura, le diría que la vio en un país musulmán. O puede que en un funeral. ¿Dónde ha visto a alguien con ese aspecto?
   –No lo recuerdo –improvisé–. Tal vez en algún documento de historia. Me gustaría comprobar que fue real y conocer su identidad. ¿Cree usted en la magia?
   –Me desconcierta usted, Argus –comentó.
   –Le parecerá una idiotez, pero me pregunto si alguna vez hubo alguien con poderes... mágicos o algo parecido –No sabía cómo cojones explicar aquello–. Alguien con la habilidad de... desaparecer literalmente, de esfumarse, por ejemplo.
   Attis sonrió divertido. Yo me sentí como un idiota.
   –Yo sólo creo en lo explicable –anunció–. Pero ha despertado mi curiosidad. Indagaré sobre la misteriosa mujer que describe.
   –Se lo agradezco.
   Volvería a ver a Attis al día siguiente, para cuando esperaba que tuviera alguna respuesta para mí. Volví a esconderme en mi hotel, donde volvería a consumirme la impaciencia. Me encontraba caminando por mi dormitorio con la mirada fija en el suelo, reflexionando sobre mi situación, cuando alguien llamó a la puerta.
   “Mierda, me han encontrado”, maldije.
   Debía de ser la policía. O con suerte, alguien del servicio. ¿Quién si no? Nadie sabía dónde me alojaba. Tuve la esperanza de que fuera alguno de los empleados del hotel. Me acerqué a la puerta con sigilo para mirar por la mirilla. ¡Joder, era esa mujer!
   Reflexioné un momento, desesperado. No tenía escapatoria. Quizá si me hacía el ausente...
   –¡Abre, Argus! –ordenó la agente desde el otro lado de la puerta–. Sé que estás ahí.
   “¿No usa la excusa de la policía?”, me pregunté, aunque sin darle importancia.
   Como no podía hacer otra cosa, abrí la puerta. Mis manos temblaban y sudaban. Esperaba que me llevasen detenido para después hacerme quién sabe qué. O puede que me matasen allí mismo. Para mi sorpresa, la presunta agente apareció sola. Ni siquiera iba de uniforme ni parecía llevar esposas o arma alguna consigo. Vestía como cualquier mujer de la calle, con un top de tirantes blanco ligeramente escotado y pantalones vaqueros cortos, también ceñidos y sujetos con cinturón. Claramente, no llevaba armadura. Llevaba además en las muñecas unas sencillas pero anchas pulseras doradas tipo brazalete. El largo pelo ondulado le caía por los hombros. Llevaba un notable maquillaje oscuro en los ojos y uno más discreto, de color muy claro, en los labios.
   “Seguro que puede hacer aparecer un arma de la nada”, me dije.
   Pudo haber venido sola para poder finalizar con libertad lo que empezó en mi maldita casa, si es que realmente era la misma persona. Sus ojos verdes se clavaron en los míos. Su mirada seguía sin ser tranquilizadora.
   –Buenas noches –saludó con una sonrisa y tono alegre–. ¿Puedo pasar?
   ¿Habría cambiado algo dar una negativa?
   –Claro –me obligué a responder, y le cedí el paso.
   Permanecí junto a la salida, listo para correr si era necesario. Me planteé huir, aunque sospechaba que el problema no terminaría hasta que me enfrentara a él, que no importaba cuánto tiempo pasara huyendo o escondido. Tarde o temprano, me encontrarían, como había hecho esa mujer. Conociendo el peligro que representaba la supuesta policía si de verdad era quien yo creía, consideré la posibilidad incluso de noquearla o matarla, sin importarme lo que pudiera pasar después, esperando que aquello me quitase al fin la diana de la espalda. Pero permanecí allí y cerré la puerta cuando entró. Echó un vistazo a la habitación, y yo me fijé con inquietud en la marcada musculatura de sus piernas y brazos. Ella tendría unos treinta y pocos años. Aunque no era algo excesivo, el suyo era el físico femenino más ejercitado con el que me había cruzado hasta entonces. Me mantuve en guardia.
   –Eres un hombre escurridizo, Argus –anunció de repente, dándose ya la vuelta para mirarme después de echar un vistazo a mi habitación–. Soy la agente...
   –Callia Paspala –la interrumpí. Intenté no sonar demasiado brusco, pero mi corazón rugía furioso–. Lo sé. ¿Es policía de verdad?
   La mujer sonrió.
   –¿Necesito enseñarte mi identificación? –preguntó divertida.
   –Me gustaría verla.
   ¿Me habría servido de algo descubrir que era una impostora? Sacó su placa de un bolsillo del pantalón. Apenas me dejó verla con claridad, pero no me importó. Por muy auténtica que pareciera, habría seguido sin creerme que fuera quien decía ser.
   –¿Cómo me ha encontrado? –pregunté.
   –Buscar personas es mi trabajo.
   –Ya...
   –No sirve de nada huir. No puedes esconderte, como mi presencia aquí demuestra.
   –¿Qué quiere de mí? No he hecho nada malo que yo sepa. ¿Qué motivos tiene para arrestarme?
   “O para matarme”.
   –Yo sigo las órdenes de mis superiores, quienes lo saben todo de ti –respondió–. Y mis órdenes son que te atrape. No me corresponde cuestionarlas.
   –Claro, claro. Y... ¿qué quieren sus superiores de mí?
   –No puedo decírtelo.
   –Esto no tiene que ver con la policía. No me espera nada bueno, ¿verdad? La policía no captura a inocentes. Al menos por motivos secretos. No me trago que sea una agente. ¿Qué se supone que he hecho? ¿Para quién trabaja realmente?
   Ella volvió a sonreír.
   –Trabajo para... una rama especial del gobierno. Algo secreto.
   ¿Cómo coño podía hacerla hablar?
   –Dígame qué se supone que he hecho, agente –insistí.
   –Yo no sé si has hecho algo o no, Argus. Hago lo que me ordenan y nada más.
   –¿Le gustan las armas medievales, agente Paspala?
   –¿Las armas medievales?
   Joder, no dio muestra alguna de saber de qué hablaba. Se limitó a sonreír, entre divertida y extrañada.
   –Sí. Ya sabe. Espadas, arcos... Cosas así –seguí–. ¿Practica el tiro con arco?
   –No. ¿A qué viene eso?
   “No finjas, maldita puta”, cavilé. Quería creer que era ella la que intentó asesinarme.
   –Es usted la que intentó matarme en mi casa, ¿verdad?
   –¿Matarte? ¿De qué hablas?
   –Ha venido sola para acabar el trabajo con libertad y después esfumarse sin dejar rastro.
   –¿Consumes algún tipo de narcótico? ¿Algún alucinógeno? Da igual, eso no importa en tu caso. Me confundes con otra mujer. O con una alucinación. Además, ¿cómo iba a matarte? Como ves, no voy armada. Y he venido sola para demostrarte mi buena fe.
   –Confiese –me atreví a exigir.
   –He venido a pedirte que vengas conmigo pacíficamente para hacerte unas preguntas. Sólo eso. Drogadicto o no, es mi deber. Sin arcos ni cuentos de hadas. Ni siquiera tengo permitido matarte sin más. Soy policía, lo creas o no. Por favor, no pongas las cosas feas. No sería bueno para ti.
   Se acercó a mí, y mi tensión aumentó. Quise retroceder alejándome de ella, pero mi negativa a resultar grosero y mi estúpido empeño por hacerle ver que no me intimidaba me hicieron permanecer estático. Sus fríos ojos tenían algo que me hacía sentir incómodo, invadido, como si pudiesen ver en mi interior. Aun así, mantuve la mirada.
   “¿Podrá leerme la mente?”, me pregunté dubitativo.
   Ni la mayor de las idioteces me extrañaba ya.
   –¿Qué pasaría si me negase a acompañarla? –pregunté.
   –Que tendremos que recurrir a la fuerza.
   Reveló aquello con naturalidad, pero me hizo pensar en Leah. ¿Qué debía hacer? ¿Sacrificarme por mi mujer y por los demás?
   –No puedo ir con usted –Decidí negarme, aunque inseguro de estar obrando inteligentemente.
   Callia no se movió. Ni siquiera varió la impasible expresión de su rostro.
   –Esto te viene grande, Argus –comentó–. No sabes cuánto. No eres más que una piedra en el camino, que no será difícil barrer. Esto va más allá de ti o de mí misma. Lo más sabio sería venir conmigo ahora y acabar de una vez.
   –No.
   –Piensa en tus amigos. En tu esposa. En el daño que podrían sufrir. Hazlo por el niño que va a venir al mundo. No seas estúpido. Es inevitable. Esto pasará de un modo u otro.
   ¿Me estaba amenazando?
   –¿Para quién trabaja? –volví a preguntar, esforzándome por dominar mi ira.
   –Ven conmigo y te lo mostraré.
   “Ya. Será lo último que vea, ¿no es así? Si de verdad llego a verlo”.
   –No –repetí con tozudez.
   ¿Por qué coño debía ir con ella? No entendía nada. La supuesta agente permaneció frente a mí mirándome fijamente. Mantenía la impasibilidad, aunque para mí fue un momento de lo más inquietante. Estaba convencido de que me atacaría de un momento a otro. Empecé a retroceder un paso despacio con intención de huir.
   –¿Estás pensando en escapar? –indagó ella–. Por favor, no lo hagas. Sería embarazoso.
   No supe qué cojones hacer o decir. Me pareció tan larga la silenciosa e incómoda espera que casi la ataqué intentando adelantarme. Joder, ¡estaba en el cuerpo de policía! Sentía que, hiciera lo que hiciera, la cagaría.

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